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SEGOVIA. Ruta por los ríos Pirón y Viejo

Cañones rebosantes de vegetación, cuevas prehistóricas y ermitas rupestres. Recuerdos de bandoleros y mucho arte románico. Todo esto ofrece la comarca que riegan el Pirón y su afluente el Viejo, situada al noreste de la capital segoviana, al pie de la sierra de Guadarrama. Una ruta por villas de tanto tuétano como Sotosalbos o Turégano, que huelen a historia y a cordero asado.



Cañones rebosantes de vegetación, cuevas prehistóricas y ermitas rupestres en Segovia. Recuerdos de bandoleros y mucho arte románico. Todo esto ofrece la comarca que riegan el Pirón y su afluente el Viejo, situada al noreste de la capital segoviana, al pie de la sierra de Guadarrama. Una ruta por villas de tanto tuétano como Sotosalbos o Turégano, que huelen a historia y a cordero asado.

Por Andrés Campos (publicado en edición impresa de Revista Viajeros)

Fernando Delgado Sanz, el último bandolero de la sierra de Guadarrama, había nacido el 6 de junio de 1846 en la aldea segoviana de Santo Domingo de Pirón y tenía una nube que le cegaba el ojo izquierdo, de ahí que fuera más conocido como el Tuerto de Pirón. Esos dos defectillos suyos, el visual y el de no haber hecho nada bueno desde 1868, en que comenzó su carrera, daban juego para componer coplas jocosas: “Mucho ojo con el Tuerto,/ que el que le sigue la pista,/ fijo que termina muerto,/ que es tuerto de doble vista”. La verdad es que nunca mató a nadie. O, por lo menos, a nadie decente. Antes al contrario, tenía reputación de bandido piadoso, que incluso frecuentaba la iglesia, como cuando escaló en 1880 la torre del templo de Tenzuela, un asalto que lo catapultó a la fama y dio pie a esta otra copla: “Tened ojo con el Tuerto,/ que es ladrón que nunca avisa,/ capaz de robar al cura/ el copón diciendo misa”.

A pesar de que fue capturado al poco de aquello y condenado a cadena perpetua por la Audiencia de Madrid, para entonces ya había establecido un récord legendario: más de 15 años esquivando a la Guardia Civil, de escondite en escondite. Su especialidad era ocultarse, como la garduña, en los árboles huecos. Y, como no hay dos sin tres, hasta mucho después de su muerte, ocurrida el 5 de julio de 1914 en la cárcel valenciana de San Miguel de los Reyes, pudo escucharse esta tercera copla: “Mientras existan tocones,/ le van a coger al Tuerto.../ ¡Por los cojones!”. Con perdón.


El río Pirón y su afluente, el Viejo, bañan una comarca que ni pintada para entrenarse en las técnicas del bandidaje. Pueblan sus riberas chopos y fresnos añosísimos, en cuyos troncos carcomidos podría esconderse cómodamente, no ya un forajido, sino toda una banda de ellos. Horadan las paredes de sus cañones calcáreos cuevas como la de la Vaquera o la de la Mora, muy útiles para lo mismo. Y en todos los pueblos del contorno, desde Sotosalbos hasta Villovela de Pirón, se alzan iglesias románicas donde el bandido pudo aprender piedad, escalada y, como no era ciego total, arte del bueno.


Una máquina del tiempo medieval

La más famosa de todas esas iglesias es la de San Miguel, en Sotosalbos, donde arranca nuestra ruta. Dos puertas con decoración de dientes de sierra dan acceso a su preciosa galería porticada, una auténtica máquina del tiempo que nos transporta a los días del Arcipreste de Hita, poeta feliz y clérigo de ligeros hábitos que visitó Sotosalbos hacia 1330, según se lee en su Libro de Buen Amor. Y a los días también del Honrado Concejo de la Mesta, cuyas lanudas huestes desfilaban dos veces al año por la Cañada Real de la Vera de la Sierra, que aún se conserva intacta a tiro de piedra del templo, buscando los pastos de Soria, en verano, y de Extremadura, en invierno.


A un par de kilómetros de Sotosalbos, se alza la Iglesia de Pelayos del Arroyo, cuyo porche esconde –es un decir, pues puede espiarse por las grietas de la entrada– una portada tan perfecta que parece labrada en una sola roca. Poco más adelante, se erige la de La Cuesta, sobre un cerro cuestudo que da nombre a la aldea e inmejorables vistas: a la llanura segoviana y al Guadarrama. Y a mano izquierda, camino de Basardilla, queda la de Tenzuela, célebre por su pórtico y por el asalto que perpetró el Tuerto.

Emboscado, como es natural en tierra de bandidos, anda el río Pirón por estos selváticos barrancos del piedemonte guadarrameño; barrancos que se oponen a nuestros rectos deseos, obligándonos a describir una kilométrica zeta, mapa de carreteras en mano, para enhebrar las siguientes perlas de la ruta: los templos de Santo Domingo de Pirón, Basardilla y Adrada de Pirón. En todas estas iglesuelas, a pesar de estar muy reformadas, se conservan elementos –portada, ábside semicircular y cornisa plagada de canecillos– que datan de los siglos XII y XIII, cuando gentes llegadas del norte peninsular colonizaron estos territorios recién reconquistados.


Tras cruzar el Pirón y su afluente el Viejo, nos asomamos a la llanura paniega de Torreiglesias, donde descuella la Iglesia de la Asunción, que tiene un ábside de tambor y una monumental portada oculta –no sea que se desgaste de mirarla– dentro de un porche cerrado a cal y canto. Y de Torreiglesias nos dirigimos, atajando por Otones de Benjumea –donde no hay nada románico, pero sí un curioso museo pedagógico, instalado en las antiguas escuelas–, a Villovela de Pirón, cuya iglesia domina desde un altozano las alamedas del río.

Tres horas a pie por los cañones

Llegando a Peñarrubias de Pirón, hacemos la penúltima parada para admirar la ermita románica de la Virgen de la Octava, que descuella sobre un cerro triguero a 400 metros del pueblo. Y ya en éste, nos apeamos para seguir el sendero, bien señalizado con paneles y letreros, que recorre los cañones calizos que se forman en la confluencia del Pirón y del Viejo, un itinerario circular de 11 kilómetros y tres horas de duración, sin contar los frecuentes altos que caminando por el campo hacerse suelen.

Iniciamos nuestro paseo rodeando las casas por la calle más alta y saliendo hacia el sureste por el camino de Cabañas de Polendos. Hay un primer desvío a una granja, que no cogemos, y a los cinco minutos, otro bien señalizado por el que bajamos al río Pirón culebreando a través de un espeso encinar. Avanzando aguas arriba, enseguida rebasamos las ruinas del Molino de Covatillas, del siglo XIX, y como a media hora del inicio, las del despoblado del mismo nombre, un caserío fantasma que yace olvidado del mundo junto al antiguo camino real que iba de Segovia a Turégano, con su arqueado puente de piedra rubia, su fuente decorada con mascarones leoninos y su anciana arboleda de álamos, fresnos y nogales sombreando un cuadro de estricta soledad e indecible melancolía.

Siempre por la misma orilla, y a través de espléndidas praderas salpicadas de sabinas, nos plantamos en una hora ante la pared del cañón de la que cuelga, a buena altura, la ermita rupestre de Santiaguito. Construida en el siglo XVIII mediante la socorrida técnica de tapiar una cavidad natural, pertenecía en tiempos a Losana de Pirón, hasta que un buen día se la trocó a Torreiglesias por unos prados ribereños. A nosotros nos parece que los de Losana salieron perdiendo, no porque una ermita valga más que unos pastos, lo cual es bastante discutible en una comarca ganadera, sino porque los de los otros pueblos no desaprovecharon la permuta para dedicarles un epigrama: “Si moros los de Losana no fueran,/ no cambiarían santos por praderas”. Como se ve, aquí siempre han sido muy aficionados a las rimas chuscas.

Cuevas de la Vaquera y de la Mora

Justo enfrente de la ermita, cruzando el Pirón por un puente de madera que hay un poco más arriba, descubrimos la Cueva de la Vaquera, cuya antigüedad, como guarida humana, se remonta al 4000 antes de Cristo. A unos 200 metros de la misma, aguas abajo, afluye al Pirón el río Viejo, que también surca un hermoso cañón, éste de más pura y desnuda caliza. En él nos adentramos después de cruzarlo por otro puente de madera y subimos por la margen contraria hasta llegar a una fuentecilla que brota al pie de un espolón rocoso. Ahí mismo, casi en el borde superior, se esconde la Cueva de la Mora, con un sepulcro excavado en la roca del tamaño de un niño, o de un eremita chiquitín.

Más adelante –a unas dos horas del inicio–, los restos lastimosos del corral de Máximo y sus lánguidos almendros señalan la hora, no menos triste, de volver. Bajando por la margen derecha de ambos ríos, y cruzando el Pirón por el puente de Covatillas, cerramos en Peñarrubias esta gira por el país del Tuerto, cegados por tanta belleza.

PARA TOMAR NOTA

UN CASTILLO COLOR DE ROSA

A sólo diez kilómetros del río Pirón, ya en Tierra de Pinares, se encuentra la histórica villa de Turégano, cuyo enclave más característico (e inmortalizado por pintores y fotógrafos) es la plaza Mayor: un hermoso cuadro de soportales, fachadas esgrafiadas y, al fondo, asomando sobre los tejados, la silueta almenada y rosa del castillo, antigua fortaleza de los obispos de Segovia, con iglesia románica y espadaña barroca, donde en su día estuvo encerrado Antonio Pérez, la siniestra mano derecha de Felipe II. En la plaza, también llamada (por sus muchas columnas) de los Cien Postes, abren sus puertas seis de los diez asadores que hay en Turégano. Mal sitio para un vegetariano, aunque no peor que para un cordero. Aparte de esto, que no es poco, en Turégano hay dos grandes tiendas de antigüedades, donde puede encontrarse desde brocales de pozo hasta mesas tocineras, y tres bollerías que elaboran los dulces típicos del lugar: bollos de manteca, periquillos, tortas de chicharrones y rosquillas fritas.


LA ÚLTIMA ESCUELA DE OTONES

Otones de Benjumea es un pueblecito de menos de cien almas que, hace ya un siglo, podía enorgullecerse de no tener un solo analfabeto y que hoy, cerrado el antiguo colegio porque los niños estudian en Turégano, puede presumir de un espectacular museo pedagógico. La Última Escuela, que así se llama, atesora 14.000 volúmenes y objetos de menaje escolar que ilustran la evolución de la enseñanza en España desde mediados del siglo XIX hasta la fecha. Los pupitres biplazas, algunos de 1920, rebosan de enciclopedias, quijotes, cartillas, catecismos y libros como La niña instruida, Animales inspiradores de los hombres o José Antonio ante la justicia roja. En la mesa del profesor, el tintero y la temible vara de fresno; sobre el encerado, el retrato de Franco, el crucifijo y las dos oraciones –una para rezar a la entrada y otra a la salida–; y, por doquier, mapas, láminas de historia sagrada y chinitos para las colectas de misiones: el negrito que había en la clase de los chicos y la india en la de las chicas. Se puede visitar todos los días llamando con antelación.

Más información en www.segoviasur.com y en www.pironypolendos.com

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