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HUELVA. Todo un descubrimiento

De esta ribera zarpó Colón en su primer viaje a América. Famosos son los lugares donde anduvo: La Rábida, Palos, Moguer… Menos conocidas son la Huelva inglesa y las marismas del Odiel.

De la ribera de Huelva zarpó Colón en su primer viaje a América. Famosos son los lugares donde anduvo antes y después: La Rábida, Palos, Moguer… Menos conocidas son la Huelva inglesa, la que se forjó con el cobre de Riotinto, y la naturaleza apabullante de las marismas del Odiel. Quien descubre Huelva, descubre un mundo de ricas tapas y 30 kilómetros de playas: las de Mazagón y Punta Umbría.

Por Andrés Campos (Viajeros 165)

S i se elaborase un ranking de las ciudades menos conocidas de España, sin duda Huelva estaría en el grupo de cabeza, acompañada por las casi invisibles Teruel, Ourense y Badajoz. El olvido de Huelva resulta, además de injusto, paradójico, porque es uno de los lugares que más ha contribuido al conocimiento del mundo. Al Descubrimiento con mayúscula. A principios de 1485, Colón recaló en las orillas del Tinto procedente de Portugal, donde no le habían hecho caso, y halló suelo fértil para su ambiciosa empresa, que siete años largos después daría frutos tan exóticos y jugosos. Sin el apoyo de la gente inteligente, de los ricos armadores y de la audaz marinería de estas riberas, América hubiera sido igualmente descubierta, pero en otro tiempo y, tal vez, bajo otra bandera. Quizá hoy sería otra completamente distinta, por aquello del efecto mariposa. Descubrir la Huelva que descubrió América es un viaje apasionante, necesario e inaplazable, el primero que debe emprender todo forastero.

Lugares colombinos

Al sur de la ciudad, dominando la confluencia del Tinto y el Odiel, se yergue desde 1929 una escultura de 37 metros de altura (peana incluida), obra de la estadounidense Gertrude Vanderbilt Whitney, que en la mayoría de los mapas y guías figura como monumento a Colón, cuando en realidad está dedicada a la Fe Descubridora. Parece lo mismo, pero no lo es. De hecho, el individuo con manto que otea el horizonte apoyado sobre una cruz no es el navegante, sino un franciscano del cercano monasterio de La Rábida, una mezcla ideal de fray Antonio Marchena y fray Juan Pérez, quienes tan destacado papel jugaron al dar crédito a los proyectos de aquél e introducirlo en la corte. Muy cerca, cruzando el río Tinto y doblando a la izquierda en la primera rotonda, se halla el muelle de las Carabelas (ver guía práctica), un parque temático donde se exhiben tres fieles réplicas de las famosas naos y donde los que mejor se lo pasan, de largo, son los pequeños. Hay una figura de cartón, como en las ferias, con un hueco en el que se puede meter la cara para retratarse en plan Colón descubridor, apuntando con la diestra hacia el Nuevo Mundo, pero el recuerdo que prefieren los chavales es la foto en la proa de la Santa María con los brazos abiertos en cruz, en plan Titanic.

    


En la colina que hay detrás del muelle, se alza el monasterio de La Rábida (ver guía), donde, alrededor de sus dos claustros chiquititos, como de convento de muñecas, se cocinó la mayor aventura de la humanidad. Aquí Colón recibió la hospitalidad de los monjes cuando llegó de Portugal e hizo buenas migas con fray Antonio de Marchena y fray Juan Pérez, quienes apoyaron sus planes y lo recomendaron a fray Hernando de Talavera, confesor de la reina Isabel: un buen enchufe, quizá el mejor que se podía conseguir en aquellos tiempos. Lo más bello del conjunto es el claustro mudéjar, con sus arcos de ladrillo repletos de geranios. También muy colorida, la sala Vázquez Díaz, que fue revestida por este pintor de Nerva en 1930, con frescos evocadores del viaje de Colón. Un viaje en el que también fue protagonista Palos de la Frontera, puerto de partida y madre de 60 de los 90 marineros, incluidos los Pinzones. En Palos, que está a cuatro kilómetros de La Rábida, se puede ver la Fontanilla, donde las naos se aprovisionaron de agua, y la casa-museo de Martín Alonso Pinzón (ver guía), el rico armador y experto navegante que puso un barco y medio millón de maravedíes de su bolsillo. Y lo que es más importante: animó a los marineros a enrolarse.

Moguer de Colón y de Juan Ramón

A siete kilómetros de Palos, río Tinto arriba, aparece, rodeado de campos de fresas, el impecable caserío blanco de Moguer, en cuyo convento de Santa Clara (ver guía) veló una noche Colón, cumpliendo el voto realizado cuando una tempestad estuvo a punto de hacer zozobrar la Niña cerca de las Azores. Después de ver en el muelle de las Carabelas los cascarones de nuez en que aquellos inconscientes atravesaron 16.000 kilómetros de océano, se comprende que se encomendaran a todo el santoral cada vez que se levantaba oleaje. El convento, por fuera, parece una fortaleza, pero por dentro es el cielo hecho patio, con su claustrillo mudéjar y su claustro grande o de las Monjas.

Además de esto, en Moguer hay dos museos dedicados a su hijo más ilustre, Juan Ramón Jiménez. Como nadie quiere ver dos museos seguidos de un mismo escritor, salvo que esté haciendo una tesis doctoral, sugerimos visitar el mejor montado, la Casa-Museo Zenobia y Juan Ramón (ver guía), donde el poeta moguereño vivió su in-fancia y juventud, y donde se conserva su biblioteca particular, formada por más de 4.000 libros y 7.500 revistas. Y luego regresar a Huelva dando un rodeo por Mazagón. Sobre una duna fósil de 40 metros de altura, en mitad de una playa salvaje de 13 kilómetros, se encuentra el Parador de Mazagón: hay que tener cuidado porque es un hotel que envicia, del que cuesta salir una vez que se entra (ver recuadro y guía).

El legado inglés

Ya en la ciudad, lo mejor es dirigirse al puerto interior y aparcar junto al muelle del Tinto. Como salta a la vista, no está en el Tinto, sino en el Odiel, pero le dicen así porque en él descargaban los trenes de la Rio Tinto Company Limited, procedentes de las famosas minas de cobre del norte de la provincia. Construido en 1876 por el ingeniero inglés George Barcklay Bruce, este espectacular mecano de hierro de 1.165 metros de longitud y dos plantas de altura estuvo en activo 99 años y ahora, restaurado, es uno de los paseos más agradables y vistosos de Huelva. Forma parte de lo que se conoce como el legado inglés, junto con la estación de tren neomudéjar, la Casa Colón –antiguo hotel y sede de la compañía minera, donde en 1889 se fundó el Huelva Recreation Club, luego Recreativo de Huelva– y el barrio obrero Reina Victoria, de inequívoco aire británico. Son lo más llamativo, arquitectónicamente hablando, de una ciudad en la que el terremoto de Lisboa (1755) no dejó piedra sobre piedra.


A 500 metros del muelle del Tinto (cinco minutos a pie) atracan las Canoas, que no tienen nada que ver con las embarcaciones de remo de las que habla el Diccionario (una voz taína, por cierto, que se trajo Colón de América). En realidad, son las barcas de pasajeros de toda la vida, las que en verano llevan a la vecina Punta Umbría atravesando las marismas del Odiel por el canal del Burrillo. Punta Umbría, para los onubenses, es sinónimo de playa, porque es la más cercana a la capital.

Paseo por el centro

Desde el puerto solo hay que cruzar un parque, los Jardines del Muelle, para plantarse en el centro de la ciudad. Su corazón es la Plaza de las Monjas, donde no hace mucho se ha levantado un monumento en el que aparece (aquí sí) Colón, señalando hacia el océano, como tiene que ser. En la calle Concepción se suceden, una detrás de otra, las tiendas de moda. Y en Vázquez López, los bares de tapas. Si nos gustan clásicas (montaditos de ibérico, gambas rebozadas, chocos…), nuestro sitio es Azabache. Si modernas, La Fonda de María Mandao. Tomando en su terraza un salmorejo con chips de berenjena y unos langostinos en hamburguesa, frente al señorial Gran Teatro, comemos como ricos, y eso que todo, caña incluida, nos sale por menos de diez euros.

Otro buen lugar para comer bien y barato es la plaza de la Merced, la de la catedral. Y también para alternar, porque es zona de bares y de jóvenes, muchos de ellos alumnos de la Facultad de Empresariales, que ocupa el antiguo convento de la Merced.


En bici a las marismas

La gente joven –y la que ya no lo es, pero resiste– acostumbra a correr y pedalear por el carril-bici que va a Punta Umbría y que sale de la ciudad por el viejo puente Sifón. Nada más cruzar el río, se puede doblar a la izquierda para visitar las marismas del Odiel, que es el humedal más importante del litoral andaluz después de Doñana. En sus casi 7.000 hectáreas de canales, islotes y aguazales, pululan más de 300 especies de aves, desde las rarísimas pagarzas hasta las habituales espátulas, las cuales se reúnen aquí en número increíble –la tercera parte de todas las que crían en el continente europeo–, organizando un guirigay que recuerda el crotorar de una cigüeña, solo que multiplicado por mil. La carretera que atraviesa el parque bordea los esteros bullentes de avifauna, las montañas blancas de las salinas y una playa del fin del mundo, la del Espigón. El centro de visitantes Anastasio Senra está en el kilómetro 2,5 (ver guía).


Todo lo anterior –la ciudad, la ría y las marismas– se ve mejor que bien desde el cabezo del Conquero, donde tiene su casa la patrona de Huelva, Nuestra Señora de la Cinta. Al atardecer, cuando el último sol se espeja en las aguas del Odiel y dora la cal del santuario, es un buen momento para subir. Otro, cuando se ha vuelto de descubrir América y se le quiere dar gracias a la Virgen Chiquita, como hizo Colón.

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