La Costa de la Luz es una denominación más, de las muchas que acotan el litoral español. En este caso, su nombre evidencia uno de sus rasgos predominantes: la luz. Esta claridad ha sido inspiradora de multitud de artistas: literatos y pintores que han hallado aquí la energía impulsora de sus musas. Aún me parece oir la voz rota de Rafael Alberti, cuando declamaba en la Residencia de Estudiantes los poemas de su obra Marinero en tierra. Es muy curiosa la emoción y el amor por la patria chica que suscita este rincón del suroeste peninsular.
No es fácil que los municipios que miran al litoral conserven su autenticidad, cuando su principal fuente de ingresos es el turismo y la demanda de alojamiento es masiva. Es innegable que una década atrás el encanto de esta franja costera emergía como un oasis natural casi intacto. Actualmente, se observa el ascenso de la infraestructura hotelera, aunque sin llegar a límites excesivos. La mejor forma de localizar aquellos rincones más hermosos es lanzarse por carreteras comarcales –lejos de autovías y nacionales– a descubrir pueblos, pedanías, bosques de pinares, aldeas abandonadas y leyendas míticas. Entre alto y alto en el camino no le costará encontrar la soledad de una cala, de un bosquecillo o la oferta de restauración y de servicios de las grandes playas. Para terminar, hay que disfrutar de los ocasos más bellos del mundo.
Desde Cádiz a Chiclana
Aunque la denominada Ruta de los Pueblos Blancos transcurre por el interior de la provincia, poco tienen que envidiar los municipios costeros en cuanto a la luminosidad de sus fachadas, que destellan igualmente el blanco níveo de la cal. No es exagerado decir que las gafas de sol son un complemento imprescindible si decide viajar a estas tierras.
Se podría definir un itinerario que transcurriese entre Tarifa y Cádiz o viceversa. En esta ocasión partiremos de la capital, pasaremos por San Fernando y nos detendremos el tiempo que el cuerpo nos pida en Chiclana, Conil, Vejer, Barbate, Zahara de los Atunes y Tarifa.
Cádiz, la Tacita de Plata, como es conocida también, es en sí misma puro testimonio histórico ya que ha sido testigo de grandes hitos de la trayectoria española. No hay que olvidar que la antigua Gadir es una de las ciudades más antiguas de Europa, cuyo momento cumbre lo vivió en el siglo XVIII, cuando fue considerado uno de los enclaves más refinados, cultos y ricos del país.
Si bien, lo que enamora de esta pequeña urbe en forma de península –pocos recuerdan que antaño fue una isla– es su carácter abierto y la alegría que emana de sus calles y sus gentes. A muchos su fisonomía les recuerda a las Antillas y particularmente a Cuba; quizás se deba al estrecho contacto comercial que con América tuvo el puerto gaditano. Una popular habanera nos recuerda este hecho: “La Habana es Cádiz con más negritos,/ Cádiz, La Habana con más salero (...)”. En esta tierra donde el carnaval es su máxima expresión y donde no queda ningún año títere con cabeza, existe una serie de visitas obligadas. No podemos dejar de pasear por las estrechas calles del barrio de Santa María, el del Pópulo y el de la Viña, ni de disfrutar de la calma bajo un árbol de la Alameda Apodaca o el Parque Genovés. Especialmente queridas son también la Catedral y la playa de la Caleta, que con el balneario de La Palma ya forman una sola imagen. Otros muchos monumentos de interés le asaltarán por el camino, además de bares y terrazas donde comprobar la guasa gaditana y los buenos pescados de la bahía.
Tras una jornada ajetreada en la capital, donde hay muchísimo que ver y que vivir, nos marchamos siguiendo la N-340, dejamos atrás San Fernando para llegar al término territorial de Chiclana de la Frontera. Parece ser que fue donado por Fernando VI a Guzmán El Bueno, quien lo pobló. Es interesante conocer el casco urbano dividido por el río Iro. Arquitectónicamente destacan sus casonas del siglo XVIII y XIX y sus numerosas iglesias y conventos. Es un buen lugar para ir de compras y degustar sus delicatessen particulares con un vino de la tierra.
Turísticamente su punto fuerte se encuentra en los aledaños de la playa de La Barrosa y en Sancti Petri. La primera de ellas, una ensenada larguísima, cuenta con numerosos restaurantes y servicios para el visitante, pero la segunda tiene algo especial. Por un lado, un poblado almadrabero abandonado que con sus edificios medio en ruinas recuerdan la relevancia que esta actividad tuvo en la zona. Y por otro, la isla y el castillo de Sancti Petri cuyas leyendas lo hacen aún más atractivo. Se cuenta que esta ínsula emergida del mar, con la fortaleza recortándose en el horizonte, son los restos de la ciudad donde se alzó el templo fenicio del dios Melkart, el Hércules del panteón grecorromano (fundado en el s. XII a.C.). El célebre historiador latino, Pomponio Mela, aseguraba que bajo el santuario se encuentran los restos de la divinidad. Los atardeceres frente a él, con el sol inyectado de fuego y ocultándose tras el castillo, son uno de los grandes regalos de la Naturaleza. En verano, es común que los chiringuitos de la playa establezcan sus programas chill out para disfrutar de ese momento en total sintonía espiritual, un espectáculo capaz de elevar las mentes más frías y racionalistas. En temporada estival incluso es posible verlo desde un barco mientras se navega.
La meca del surf: Conil- Tarifa
Los rayos anaranjados del astro alcanzan también a Conil, donde es común ver a esta hora la silueta de los últimos bañistas, una vela de surf o algún pescador que prueba suerte. Las playas y calas de este pueblo son magníficas, algunas inmensas y muy adecuadas para familias o aquellos que no dispongan de vehículo propio –Bateles, Fontanilla, Fuente del Gallo–. Los más andarines pueden recorrer su kilométrica costa sin aburrirse, enlazando con las distintas históricas torres vigía. Aquellos atrevidos o los que huyan del temido viento de Levante –el gran azote de todo el litoral– tienen la posibilidad de acudir a las numerosas calas que se hallan antes y después del puerto pesquero. La subasta de pescado puede ser una actividad digna de presenciar en este lugar.
Conil se ha convertido en toda una referencia de la Costa de la Luz, su oferta hotelera y de ocio atrae a miles de visitantes. El casco antiguo invita a conocer la parroquia de Santa Catalina, la torre de Guzmán el Bueno, las callejuelas del barrio de pescadores... Aunque los monumentos no sean muchos, necesitará tiempo para recorrer el municipio; las terrazas, bares, tabernas, heladerías y restaurantes, con sus especialidades anotadas en la puerta, le tentarán a realizar múltiples paradas. Tanto de día como de noche el ambiente es igual de seductor.
A pocos kilómetros, y elevado sobre un cerro, se alza Vejer de la Frontera, que con sus trazas árabes y el zigzagueo de sus calles, enamora a cuantos lo visitan. Sus miradores abren panorámicas inmensas y hermosas enmarcadas en blancos arcos encalados. Su litoral lo ocupa la playa del Palmar, una ensenada de arena fina y casi virgen (cada vez menos) que cada año gana más adeptos. Los jóvenes surfistas ya tienen acotado en ella su reino particular, extensible hasta Tarifa.
Barbate y Zahara de los Atunes también prometen diversión sin límites y estupendas playas, en el segundo municipio, también una amplísima oferta hostelera. No se puede dejar de visitar el ambiente liberal de Caños de Meca y los alrededores de Trafalgar. Pero uno de los lugares más espectacular se encuentra un poco más adelante, ya en término tarifeño, se trata de Bolonia. Junto al azul del mar se encuentran las ruinas de la antigua ciudad romana de Baelo Claudia (del s. II a.C.) muy bien conservada y en un enclave privilegiado. Junto a ella, una hermosísima playa con una gran duna –Monumento Nacional– desde cuya cima en los días claros se divisa la silueta africana.
Desde aquí sólo nos resta seguir la costa, nos acompañarán las incansables piruetas de los windsurfistas hasta llegar a Tarifa, donde nos conquistará su espíritu multicultural. De la Costa de la Luz nunca se marcha uno del todo porque siempre lleva consigo un poco de su alegría de vivir.