Siento el alma encogida al pensar en Granada. Creo que aquel sentimiento romántico que indujo a los bohemios y artistas del s. XIX a conocerla ha encontrado su lugar aquí dentro de mí. Tengo ganas de describir La Alhambra para intentar entender las lágrimas del último regente nazarí, Boabdil, cuando el 2 de enero de 1942 entregó las llaves de Granada a Isabel y Fernando; subir al barrio del Albayzín de la mano de los diferentes reinos árabes que dejaron su impronta en las empinadas calles; pasear por la Carrera del Darro y, acompañando al río, escuchar las historias que tantos escritores y pintores han dejado incrustadas en sus piedras. Washington Irving, Alberto Dumas, David Roberts, Victor Hugo o Lord Byron vinieron desde muy lejos, atraídos por la imagen que se propagaba sobre ella en la Vieja Europa. Aprovechemos este año en el que se conmemora el 150 aniversario de la muerte del autor de Cuentos de La Alhambra y que ha sido, sin duda, el mejor embajador de la ciudad.
La herencia de nuestros antepasados
Ya lo decía W. Irving en sus Cuentos de la Alhambra donde encontraba todo tipo de similitudes entre las dos culturas. Es que aquí todo huele a tradiciones árabes. Claro, ellos estuvieron, ni más ni menos, que ocho siglos en nuestro país y este fue el último enclave que perdieron. Año tras año, Granada fue adquiriendo cada vez más importancia hasta ganarle la partida a Córdoba y convertirse en el siglo XII en el centro del reino. Me atrevo a decir que, gracias a ellos, esta ciudad es hoy lo que es. Por lo menos fueron los artífices del Albayzín y la legendaria Alhambra, símbolos únicos que no encontrarás en otro lugar y ambos Patrimonios de la Humanidad.
Adentrémonos en las calles estrechas y empinadas del Albayzín subiendo la Calderería Nueva para notar un mayor cambio. El sonido de la lengua árabe cruza de un lado a otro, los escaparates permiten entrever el calor que desprenden las coquetas teterías con dulces típicos, las tiendas de souvenirs te acompañan mientras asciendes paso a paso –y con menos aliento cada vez– la cuesta que parece infinita. Y así, sin darte cuenta, a ambos lados el paisaje cambia. Laberintos de casas bajas con flores de colores donde lo mejor que puede pasarte es perderte y conseguir atisbar el interior de alguna casa que tiene, por un descuido del dueño, abierta su puerta; o descubrir, en uno de los extremos de la colina, tu propio mirador improvisado con vistas a la majestuosa Alhambra. Sí, porque si tienes paciencia y ganas, los rincones con encanto para detenerte y esperar a que las musas te pillen por sorpresa no faltan. No olvides que a Washington Irving le llegaron: tal vez no obtengas una obra como la suya, pero puedes intentarlo al menos, ¿no?
En fin, volvamos al recorrido, en cuyo final, en lo alto del promontorio, llega la recompensa. Se trata del mirador de San Nicolás, con las mejores vistas del monte Sabika y el monumento mas visitado de la ciudad, y las cafeterías que se disputan su espacio. De una manera escalonada colocan sus mesas y sillas para avituallar a los turistas. ¿Cómo lo explicaría de una manera clara? Hmmm... Entrar en el Salón de los Leones de la Alhambra está bien, pero sentarse en una de estas terrazas un día soleado y contemplar el ladrillo rojizo del templo nazarí mientras Sierra Nevada ocupa el fondo no tiene precio. De hecho no sé por qué no se les ha ocurrido este escenario a los creativos de los anuncios de Mastercard.
Si sois observadores, os fijaréis en las placas que revelan las diferentes etapas de construcción. El visitante puede encontrarse confuso porque ochocientos años dan para mucho. Así que lo aclararemos rescatando las clases de Historia. Los musulmanes arrebataron la vieja Elvira –así se llamaba primero– a los visigodos y con muy buen ojo decidieron cambiar la ubicación a la colina de enfrente haciéndola llamar Garnata Al Jehud (el Albayzín) que derivaría en Granada. El enclave creció hasta convertirse en una de las cabeceras de los principados en los que se fragmentó el Califato de Córdoba durante la dinastía bereber zirí; después llegaron los almorávides de la cercana región norteafricana y los almohades se quedaron hasta el siglo XIII; y desde este momento serían los nazaríes quienes dirigirían el futuro de la ciudad. Muhamad Ibn al Ahmar fue el primero de ellos y Boabdil, el protagonista de múltiples leyendas, el último.
La crème de la crème árabe
Durante el tiempo que duró este linaje en el poder, el Arte y la Cultura adquirió una relevante importancia. Y La Alhambra es su máximo representante. Déjate engatusar por los cientos de recovecos que esconde la edificación palatina y militar árabe por excelencia en la Península. Entre zonas irradiadas de sol y penumbras crece un enjambre de cuidados jardines y estanques, torres, fachadas con trabajadas yeserías, cúpulas de mocárabes, miradores –como el de Lindaraja que se halla dentro del sector donde se alojó el célebre escritor W. Irving–, lujosas bóvedas, el Generalife, etc. En este conjunto es donde vivía la corte con sus siervos y nobles, con sus historias de amor y celos, de lloros y victorias, de redenciones y pérdidas. Y no todas ellas están protagonizadas por árabes, porque también los cristianos eligieron este recinto para ubicar su residencia como atestigua el arrogante palacio de Carlos V.
Aprender vino a vino
Pero este enclave, entre Sierra Nevada y los bellos pueblos de la Alpujarra, es lo que es, porque después de los nazaríes también vinieron los cristianos y dejaron su huella también. Año tras año siguió creciendo. Los Reyes Católicos y los siguientes regentes continuaron apostando por los ojos granaínos. Capillas, iglesias, casas con patio interior, tabernas, restaurantes y bares dan hoy forma al casco histórico. De hecho el tapeo en Granada es una pieza angular de la visita. Dejarse llevar por el instinto y por el cansancio –que es el mejor guía en esta ocasión–. Y para quienes prefieren una mayor planificación existen rutas que unen los puntos importantes. Así conocerás de manera amena todas las joyas que guarda el interior de esta urbe. Tras ver una de las primeras obras de los Reyes Católicos, el Hospital Real, tomaremos la Gran Vía como eje principal. Al final de ella y a la derecha, avistaremos los cimborrios de la magnífica Catedral. Este es el momento de apretar el paso y mirar al suelo porque corremos el peligro de ser objeto de algún desafortunado “mal de ojo” que costará mucho quitarse. Una servidora tuvo que pagar un billete de los azules. Comentarios aparte por favor... Sorteando miradas penetrantes llegaremos a la Catedral. Un magnífico conjunto que se construyó bajo cánones renacentistas –la primera de este estilo en España– pero cuya fachada se finalizó basándose en el estilo barroco de las órdenes de Alonso Cano. Rodeándola y, sin olvidarnos de la Capilla Real, el sepulcro de los Reyes Católicos, que se halla en un edificio anexo, llegaremos a la plaza Bib-Rambla –flanqueada por animadas terrazas–. Tras ella pasaremos por la coqueta Alcacería. Se trata de un típico zoco árabe en miniatura donde hoy puedes encontrar desde juegos de té morisco, cojines y objetos de piel hasta vestidos de sevillanas y camisetas “I love Granada”.
Entonces nos toparemos con un enjambrado de calles pequeñas, con la tradicional Mesones, Zacatín y la Plaza de la Pescadería donde sigue la excepcional marisquería Cunini –está siempre abarrotada–. Así llegaremos a la Puerta Real, importante encrucijada de las vías más importantes como la amplia Recogidas, una ocupada por tiendas de marcas más actuales con un amplio paseo peatonal. Hacia el otro lado aparece una de los lugares absolutamente indispensables: la Carrera del Darro. En la orilla izquierda del río Genil asciende empedrada esta calle en cuyos lados se alternan baños árabes, hoteles con mucho encanto y bares de tapas. Constituye el escenario perfecto para un paseo romántico. Tan genial es la experiencia que según escribo me apremian las ganas de salir corriendo a vivir la ciudad de nuevo.
Mientras me debato entre ir o no, recuerdo las decenas de opciones con las que podría completar mi fin de semana allí. No me perdería una vista nocturna envuelta en flamenco en las peñas del Albayzín y las grutas del barrio de Sacromonte. Además de compartir un tiempo con los habitantes de la zona, nos permitirá asistir a momentos que llegan a emocionar. En el barrio elevado sobre la colina sagrada Monte Sacro del Valparaíso un halo de misterio recorre las casas cuevas que dan forma a su esencia. Los gitanos son quienes le confieren carácter y quienes organizan los bailes sobre los tablaos que dejan atónitos a los turistas, sobre todo con la genuina zambra, coreografía gitana con pasos moriscos.
Según escribo la melancolía que irradia la ciudad me va penetrando...Entre vino y vino y tapa y tapa, vienen a mí los sentimientos que asolaron a todo aquel que dejó un pedacito de su alma en la ciudad, y entendí, al igual que Wahington Irving, las famosas y amargas lágrimas del último rey nazarí.