Los poco más de 3.600 kilómetros cuadrados de Istria, una península en forma de corazón, han sido codiciados por poderosos imperios durante siglos. Ese mismo magnetismo se traslada a estos tiempos y, con esa timidez que la caracteriza, recibe cada año más de tres millones de turistas, viajeros ávidos de descubrir –como reza el eslogan del país– “el Mediterráneo tal como era”.
Croacia nunca me decepciona. Ya desde joven deseaba conocer este país que había empezado a descubrir –como muchos españoles– frente al televisor, mientras veía atónito como la Cibona y la Jugoplastika nos machacaban sin compasión en las pistas de baloncesto, con una pléyade de jugadores que parecían de otra galaxia –Petrovic, Kukoc, Radja…– y que entraron a formar parte de mi particular Olimpo deportivo para quedarse para siempre.
Años más tarde, tuve la fortuna de viajar dos veces a este enclave. Siguiendo, en ambos casos, el circuito turístico más convencional, hice realidad el sueño de conocer Zagreb y Split, cuna de esos ídolos. También pude comprobar que era cierta la afirmación de Alfred Hitchcock, el cual aseguraba que en Zadar se podían contemplar “las más hermosas puestas de sol del mundo”, y enamorarme sin remisión de la casi irreal Dubrovnik. Pero cumpliendo el proverbio de que “no hay dos sin tres”, el destino tenía guardado para mí la mejor de las sorpresas, un final inesperado que me ha llevado a descubrir Istria, un rinconcito de esta maravillosa tierra, injusta e incomprensiblemente olvidado por los que viajan a Croacia por vez primera. Mucho me temo que este es un espacio demasiado corto para poder contar todos sus atractivos.
Pula, perla del Adriático
Mi primera parada es Pula (la antigua Polensium), donde me invade una sensación de asombro que no dejará de acompañarme en todo el viaje… lo más parecido al famoso “síndrome de Stendhal” que pudiera imaginar. Con su forma elíptica y con una altura de 32 metros, se alza ante mí la fabulosa arcada del anfiteatro, ungido por la dorada luz del atardecer. Fue erigido en el siglo I a.C. (durante los mandatos de Augusto y Vespasiano), en la misma época que se levantaba el Coliseo en Roma.
En la construcción del anfiteatro de Pula sólo se empleó piedra caliza local y, aún así, se convirtió en uno de los seis anfiteatros más grandes del Imperio romano. Para hacernos una idea justa de sus dimensiones basta decir que sus gradas podían albergar hasta 20.000 espectadores ávidos de ver la sangre derramada por los gladiadores. Afortunadamente, en la actualidad la barbarie ha dejado paso a la cultura. El edificio es ahora sede de un pequeño museo dedicado a la agricultura tradicional, con una muestra de diversos utensilios usados para la producción del aceite de oliva y el vino, los auténticos pilares de la gastronomía local –ya los romanos consideraban a este enclave como su despensa real–. En las cálidas noches de verano, el anfiteatro se convierte en una gigantesca pantalla al aire libre durante el reconocido Festival de Cine de Pula (el más importante de Croacia, con más de 50 ediciones), y en un escenario idílico para conciertos de música pop, rock y representaciones operísticas.
Vivir en una megaurbe como Madrid siempre me hace valorar y disfrutar el poder pasear por una ciudad como Pula, con poco tráfico, muchas vías peatonales, sin atisbo de agobios y con el tamaño justo para recorrerla con la pausa que merece. Y más, todavía, cuando esas calles son un verdadero mapa de la historia y cada paso te conduce, casi sin esfuerzo, hasta joyas como el Arco de Triunfo de los Sergios, el Foro, el templo de Augusto o un suelo de mosaico –con la escena mitológica del castigo de Dirce– que decoraba una antigua casa romana, que salió a la luz, de forma inesperada, durante los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. Por una vez, afortunadamente, las bombas trajeron luz y no tinieblas.
Las islas Brijuni, Rovinj y Porec
Mi primer contacto con el Adriático es a bordo de un moderno ferry que he tomado en Fazana (una pequeña y pintoresca población, a pocos kilómetros de Pula) y que me llevará, en menos de una hora, hasta el Parque Nacional de las Islas Brijuni. La clase noble romana adoraba este pequeño archipiélago de aguas tranquilas y transparentes, donde levantaron sus villas de recreo. No es de extrañar que Plinio pensara que los Patricios romanos se sentían como auténticos dioses. Tampoco me sorprende que el mariscal Tito sucumbiera a sus encantos e, incluso, tuviese su propia vivienda allí. Hasta los dinosaurios debían campar felices por estos lares, como así atestiguan varias icnitas perfectamente visibles en algunas rocas. Incluso se puede visitar un zoológico donde se guardan algunos ejemplares de animales exóticos como cebras y jirafas.
Vuelvo a la península justo a tiempo de dejarme embelesar por las mágicas luces del atardecer en Rovinj. Este lugar es idóneo para los amantes de la fotografía, de esos que invitan a llenar tarjetas de memoria, capaces de recalentar el obturador de nuestra cámara a poco que nos despistemos. La imagen de postal muestra una ciudad fortificada sobre una colina que moja sus pies en el mar y que es surcada por un entramado de estrechas y empinadas callejuelas de pulido adoquín. Pese a la afluencia de turistas, Rovinj aún mantiene su propia identidad y se siente orgullosa de ser uno de los últimos puertos auténticos de pescadores que quedan en el Mediterráneo.
Una simple mirada a su skyline –con su emblemático Campanile de 63 metros, el más alto de Istria– es suficiente para darme cuenta de la impronta que dejó la Serenísima República, sensación que voy confirmando al ver los innumerables leones de San Marcos que adornan sus calles. La iglesia de Santa Eufemia, dominando la villa desde lo alto, guarda en su interior el orgullo de Rovinj: la tumba de la santa, un enorme sarcófago de mármol que, según las leyendas, llegó flotando desde Calcedonia, en Grecia, donde fue martirizada hasta su muerte.
La línea de costa istria continúa sin dar tregua en sorpresas. Las playas de Porec –seleccionadas varias veces entre las mejores de Croacia– son impactantes, al igual que algunos exponentes de arte bizantino como la Basílica Eufrasiana, declarada Patrimonio de la Humanidad en 1997. Lo más sorprendente del conjunto son los brillantes mosaicos del ábside y las vistas que se obtienen de la ciudad desde el campanario. Merece la pena subir.
La toscana croata
Menos conocida que la costa es la zona del interior de Istria. Quizás por ello, también más tradicional, apacible y genuina. No diré que aquí el tiempo se ha detenido, pero desde luego avanza a un ritmo más tranquilo. Su paisaje la define, con una serie de detalles que la hacen coincidir, casi rozando lo increíble, con la Toscana italiana: frondosas colinas coronadas con pequeños pueblos medievales, protegidos con murallas y rodeados de viñedos y olivos centenarios.
La población local, que nunca se equivoca, me sugiere conocer Motovun, Groznjan y Buzet, con su entramado de pequeñas viviendas de piedra arremolinadas a la sombra de la iglesia y su alto campanario. Tres rincones perfectos para, fuera de la temporada alta, olvidarse de todo y dar paz al cuerpo y el alma, que buena falta nos hace.
Como curiosidad hay que señalar que a unos ocho kilómetros de Buzet parte una carretera que une las poblaciones de Roc y el diminuto Hum, la ciudad más pequeña del mundo (según el libro Guinness) con menos de 20 habitantes. Esta vía es conocida como la Avenida de los Glagolíticos, un conjunto de once estoicos monumentos de piedra que rinden homenaje al alfabeto eslavo más antiguo: el glagolítico.
Cuando uno se marcha de este privilegiado rincón de Croacia se lleva consigo muchos recuerdos y el ansia de volver. Es inevitable, Istria te enamora. Ahora comprendo por qué los caprichos de la naturaleza le otorgaron a esta península la forma de un corazón.