Ver casas guapas y pasear por un puerto antiguo está muy bien, pero lo que atrae a los veraneantes, más que nada, son las playas, las de la villa (Brazomar y Ostende) y las de los alrededores. Espectacular, el arenal de Sonabia, una cala profunda y salvaje que se encuentra a medio camino entre Castro Urdiales y Santoña, al pie del monte Candina, en cuyos acantilados calcáreos anida una nutrida colonia de buitres leonados, la única que lo hace al borde del mar en Europa. El agua es verde y la soledad estremecedora. Muy cerca, en la punta de Sonabia, había una atalaya para avistar ballenas en el siglo XVII, cuando los pescadores de Castro Urdiales y Santoña aún las cazaban.
A los restaurantes de Santoña -cuna de la anchoa y primer puerto pesquero de Cantabria- llegan las merluzas, las lubinas y las almejas, más que frescas, sorprendidas. Una sirena avisa a la población cuando un barco entra en el puerto. La sirena de la venta, le dicen. Ver descargar la plata olorosa, bajo un cielo encapotado de gaviotas, es un pasatiempo de los más gratos y antiguos, como contemplar el oleaje o el fuego en el hogar, que no cansa. Otro entretenido plan es curiosear en alguna de las tres fábricas de conservas que admiten visitas. Hasta que no se sigue paso a paso el proceso de elaboración de la anchoa, cuesta entender por qué, en las conservas de mayor calidad, cada filetito sale por más de un euro, cuando el boquerón en crudo vale 30 veces menos. A este proceso artesanal, para el que se necesita tener una mano de cirujano y otra de encajera de bolillos, se le denomina la soba.
La historia de Santoña está unida al mar; solo hay que recordar a Juan de la Cosa, cartógrafo del Descubrimiento