Las banderas de oración ondean al viento lanzando plegarias, los ojos de Buda siguen escudriñando desde lo alto de las estupas, las flores no faltan en los templos ni el incienso en los ritos, incluso permanece intacta esa gran sonrisa que caracteriza a los nepalíes.
A menudo, la curiosidad por conocer un país empieza en las páginas de un libro o en las imágenes de una película. Mi deseo de adentrarme en las impenetrables junglas y las milenarias ciudades de Sri Lanka comenzó sin saberlo hace muchos años, cuando quería compartir guión con Harrison Ford en Indiana Jones y el templo maldito, o envidiaba a Bo Derek en Tarzán. Muchas son las localidades de la antigua Ceilán que pueden vanagloriarse de haber servido de escenario a obras maestras de directores y actores de medio mundo. Películas legendarias como El puente sobre el río Kwai, El segundo libro de la jungla o El triángulo de hierro me impulsaron, una vez sabido el país donde habían sido grabadas sus escenas, a viajar a Sri Lanka.
Escritores y poetas de todos los tiempos han definido este destino como “el país de los rubíes, de las especias y del té”. Su encanto ha quedado plasmado en el transcurso de la historia en obras como el libro Viajes de Marco Polo y, después, en los cuadernos de navegantes y mercaderes portugueses, holandeses e ingleses que, fascinados por su rico y variado reino de especias y sus paisajes, agrandaron su fama de paraíso perdido.
Sri Lanka, con sus ritos y cultos, exhala gran espiritualidad y armonía.