También sorprende sus acusados contrastes, ya que aquí convive una prodigiosa huerta a pocos kilómetros de un parque natural extraordinario: las Bardenas Reales. Este paraje, de alma selenita y cuerpo marciano, resulta imprescindible para aquellos que andan buscando paisajes fuera de lo común. Reguemos todo esto con unas comilonas de aúpa y la amabilidad de quienes allí habitan, que siempre se agradece durante una escapada rural. No podemos terminar esta breve introducción sin mencionar a Tudela. Esta población esconde en su coqueto casco antiguo la historia de tres culturas, con retazos de su judería y una catedral plagada de detalles con los que quedarte embelesado. Además, la viveza de sus bares y plazas animan a irse de pinchos después de las visitas culturales.
Bardenas Reales: desierto, ovejas y cazas en la Luna
La coletilla de singular que hemos –como muchos– ligado a la Ribera de Navarra tiene su sentido gracias a las Bardenas Reales. Este espacio, reconocido como Parque Natural y Reserva de la Biosfera, otorga a la zona un valor añadido, diferenciándolo y haciéndolo casi único en Europa. No estamos exagerando. Te podrá gustar o no, pero es muy difícil que nos digas que no es muy particular. Tan es así que una incursión por estos lares adquiere enseguida tintes surrealistas. Podrás afrontar la visita a este desierto selenita en coche, andando, en bici… e, incluso, en segway. El modo da igual, lo importante es disfrutar del viaje. Vamos a ello.
Se trata de una extensión bastante amplia –alrededor de 40.000 hectáreas– y donde todo ocurre a lo grande. Si hace frío, lo hace del verdad. En cambio, el sol pega de lo lindo en verano. Llueve poco, pero cuando toca… tormenta al canto. El viento se llama Cierzo y si lo conoces… ya sabes de qué estamos hablando. Tampoco se queda corto en cuanto a contrastes. Las zonas más famosas e interesantes son de aspecto desértico, donde cabezones, barrancos y grietas en el suelo nos conquistan con su desnudez y tono de piel. Esa es la parte conocida como Bardena Blanca, un mundo casi antagónico al de los cultivos de El Plano o los taludes tapizados por pinares de La Negra. Como ves, un menú variado a nuestra disposición. Conviene recibir antes de nada unas nociones previas en el Centro de Información –situado muy próximo a la entrada de Arguedas– para hacerse con un mapa y recibir las explicaciones pertinentes. A partir de ahí, a disfrutar.
Resulta curioso lo que se va descubriendo por Bardenas. Uno se detiene, por ejemplo, para admirar una retahíla de badlands donde los fenómenos atmosféricos han jugado a ver quien era más travieso. Al fondo, quizás te fijes en un cabezo –que es como se conoce aquí a los cerros– que tiene forma de sombrero. De la Nada, porque aquí parece que no hay nada –percepción incorrecta, como veremos más tarde–, surge un acantilado o un catálogo de estratos que seguramente podrían tener un hueco en la posteridad, si no fuera porque el viento va a seguir haciendo de las suyas. Los ríos pasaron y también dejaron su huella. Las que no dejan de pasar son las aves. Milanos, alimoches, avutardas, buitres leonados. Levantas la cabeza y de repente otros cuatro pajarracos sobrevuelan tu cabeza… ¡son cuatro cazas de última generación! No, no hemos perdido la cabeza –quizás alguien sí–. Y es que aquí, para hacer más surrealista la experiencia, se sitúa un polígono de tiro del Ejército del Aire.
Como esta escapada es de corte rural y no tenemos ganas de guerra, hablemos de otras cosas que dan más paz al espíritu. Como el Silencio. Mucho silencio es lo que reina por este paraje. Si puedes visitarlo entre semana te darás cuenta del porqué de esta afirmación. Los fines de semana acude más gente y de hecho se oyen muchos ohlalás. Los franceses, tal y como ocurrió en su día con la Sierra de Guara, valoran esta zona y podríamos decir que son sus grandes embajadores fuera de nuestras fronteras. Otros elementos llamativos, aparte de las formaciones geológicas, son las cabañas que aparecen desperdigadas por el terreno. Nos hablan, con su sencillez y alma solitaria, de los tiempos cuando aquí el pastoreo era una actividad importante. Todavía a día de hoy se puede ver a algún valiente trabajando codo con pata con su perro para llevar a las ovejas al redil.
Hasta aquí esta breve introducción de las Bardenas, principalmente en lo que se refiere a La Blanca. Recuerda que las otras zonas no tienen mucho que ver pero que pueden resultar interesantes si, por ejemplo, te has animado con la bici y te apetece cambiar de escenario.
Tudela y la sala de estar
Tudela, aparte de ser la capital de la Ribera y la segunda urbe en importancia de Navarra, es un caramelito con sabor a pincho. Cuenta con un recoleto casco histórico plagado de rincones con encanto y numerosas tentaciones para saborear las tapas. Es, en nuestra opinión, el segundo punto fuerte de esta zona. Historia, patrimonio y gastronomía son sus mayores bazas.
Es buena idea, antes de nada, comenzar la visita en la Torre Monreal y su cámara oscura. Allí, en lo alto de la atalaya, se puede recibir una introducción sobre el enclave de manera divertida. A través de un simple juego de lentes, parecido al de la cámara réflex que quizás te acompañe en tus viajes, se puede obtener una visión distinta de los monumentos que, junto a las explicaciones pertinentes, te sitúa perfectamente en el enclave. La nitidez de las imágenes es asombrosa y es posible jugar a espiar a los oriundos que, totalmente ajenos al voyeurismo del que pecamos accidentalmente, continúan alegremente paseando al perro o tendiendo la ropa en sus terrazas.
El siguiente paso lógico es acercarse a la Plaza de los Fueros, el salón de estar de los tudelanos. Este punto de encuentro fue construido sobre el cauce del Río Queiles con el claro propósito de albergar festejos taurinos. Así lo atestiguan los diferentes motivos de astados que podemos apreciar junto a escudos nobiliarios en las fachadas de los edificios que enmarcan el recinto. Hoy en día, los padres toman el aperitivo en las terrazas, los niños juegan al balón junto al quiosco de música –que homenajea con su elegancia a artistas navarros– y los turistas se preparan para zambullirse en el pasado de esta ciudad que es ciertamente muy interesante.
Tres culturas, árabe, judía y cristiana, convivieron en una paz relativamente estable durante cuatrocientos años. Según quien mandase y los gustos de la época, iban trasladándose de barrios, pero ahí sobrevivieron. Como en muchos otros lugares, se aprovechó la construcción de la mezquita para levantar lo que ahora es una Catedral, muy hermosa y plagada de detalles, por cierto. Las puertas de entrada del templo son muy llamativas, especialmente la conocida como la del Juicio, donde las tranquilas escenas de los salvados contrastan con el realismo de los condenados a pasar, por ejemplo, por el dentista sin anestesia. Ya en el interior, capillas y retablos se suceden configurando un espacio que, si es de su devoción y nunca mejor dicho, puede entretenerle una mañana larga. Nosotros tuvimos que abandonarla enseguida porque se iba a celebrar una boda que, según rezaba el programa, iba a estar amenizada con canciones de… ¡Bon Jovi y U2! No me deja de asombrar la Ribera…
Queda mucho que ver en Tudela. Palacios como el del Marqués de San Adrián o el de Huarte y sus aleros de madera; casas como la del Almirante, Ibáñez Luna o la del Deán; iglesias como la románica de la Magdalena o la de San Nicolás; callejuelas adoquinadas con rincones como el del Arco y su farolillo, entre otros, hacen de este enclave un lugar muy apetitoso. Como también lo son las tapas que ofrecen en los bares de la ya citada Plaza de los Fueros, en la de San Jaime o en la Calle Carnicerías. No podemos abandonar la ciudad sin mencionar su huerto particular, la Mejana, culpable de parte de la fama de las verduras de la Ribera.
Valles de Queiles y Alhama
Este último plato de nuestra escapada es, a priori, menos espectacular que los dos anteriores. Pero esconde un atractivo reseñable que marida a la perfección con lo degustado anteriormente. El Río Queiles da nombre al valle homónimo y riega viñedos y olivares. Dos poblaciones llamaron nuestra atención en sus dominios: Cascante y Tulebras. La primera de ellas, sin tener unos atributos memorables, puede presumir sin pudor de su estilosa y estilizada arcada de 39 arcos. Dicha construcción lleva hasta la Basílica del Romero desde donde se disfrutan de excelsas vistas. Si no te ha llamado la atención demasiado, ten en cuenta antes de obviarla su centro termolúdico y, sobre todo, un restaurante sencillamente memorable: El Lechuguero. Las delicias que allí preparan y la amabilidad de su gente hacen de este local motivo suficiente para visitar la población.
Acerquémonos ahora a Tulebras donde ya empezaremos a conocer la profunda huella del Cister por estas tierras. El Monasterio de Santa María de la Caridad fue el primero asignado a féminas, las cuales, desde su comunidad francesa, no dudaron en emprender la aventura. Y también tuvo que ser toda una hazaña la rehabilitación acometida novecientos años después por las hermanas que hoy allí habitan. Si estás buscando un lugar de paz donde recogerte o un rincón donde concentrarte para tus eternas oposiciones, debes saber que allí te pueden acoger, siempre que seas un hombre de buen corazón. En cambio, si solo te apetece ser un visitante casual, podrás deleitarte con la iglesia, el patio y el museo. Este espacio cultural custodia obras de arte, algunas de cierto valor y otras que resultan curiosas como los libros del coro o la Tabla de la Trinidad con la Santísima Trinidad representada como figura trifásica.
Nuestro recorrido continúa por el Valle de Alhama donde nos esperan las dos últimas sorpresas. Corella expone para quien quiera conocerlo un catálogo lustroso de casas señoriales –donde destaca el Palacio de los Arrese y la Casa de las Cadenas–. Dicen, aparte de que en su Ayuntamiento nunca faltan las flores, que, por una razón u otra, casi siempre ha habido un corellan relacionado con las más altas autoridades, independientemente de si la moda era la monarquía, la dictadura o la democracia. Lo que si tienes que conseguir es que te cuenten los misterios del tan sabroso como sorprendente cardo rojo –estandarte gastronómico de la localidad– y, si tienes la suerte de cruzarte con la amable voluntaria de la Iglesia de San Miguel, que te explique el proceso de rehabilitación de dicho templo que luce ahora como nunca. Los amantes del Arte no pueden despedirse del lugar sin acercarse al Museo de la Encarnación, donde podrán apreciar piezas notables, como el retablo de Claudio Coello que allí se exhibe.
Huele a final de viaje y un buen lugar para ello es Fitero. Son famosos sus baños y su monasterio, también ideado este último por el Cister. La imagen exterior es muy llamativa, un poderío pétreo que resalta en el conjunto del pueblo con sus muros de sillería, contrafuertes y arcos de medio punto. El interior es sobrio como pocos, con una atmósfera muy solemne que se ve acentuada por la ausencia casi total de ornamentación y por la luz natural que se filtra por los ventanales. La sala capitular, que corresponde a la primera época medieval, es otro lugar para deleitarse.
Aquí nos despedimos de la Ribera Navarra, con la lección de arte aprendida, el estómago contento y los ojos todavía atontados por los paisajes de las Bardenas.